viernes, 15 de junio de 2007

EEUU y las petromonarquías: un matrimonio de conveniencia

Número 3/ Junio-Julio 2007
Lucía Valero

La política norteamericana en Oriente Medio tiene dos dimensiones en constante conflicto: el petróleo y la seguridad de Israel. El oro negro y la protección del estado sionista son los dos ejes que maneja Washington en la zona y de cuyo delicado equilibrio dependen considerables intereses económicos y políticos de la primera potencia mundial.

Por un lado, Estados Unidos apoya a Israel económica y militarmente para convertirlo en potencia regional frente a enemigos de mayor tamaño geográfico como Irán.

Por otro, mantiene acuerdos comerciales y de seguridad con los países árabes y en especial con el Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo Pérsico – GCC- (Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Omán, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos) para garantizarse el acceso al crudo a precios razonables y mantener bases militares en la región.

Mientras que Estados Unidos ha disfrutado siempre de la conocida “relación especial” con Israel, la relación con las “petromonarquías” no ha sido siempre tan idílica. Fieles aliados como Arabia Saudí se opusieron a la ocupación norteamericana de Irak y a día de hoy siguen discrepando de la actuación de Washington. El mismo monarca saudí, Abdalá Bin Abdelaziz, tachó de “ilegítima” la actuación estadounidense en la inauguración de la cumbre de la Liga Árabe en Riad el pasado mes de marzo con la consiguiente sorpresa de la Casa Blanca. El portavoz del Departamento de Estado, Sean Mc Cormack, calificó la relación bilateral con Arabia saudí de “buena” pero añadió que solicitaría una aclaración a las autoridades saudíes.

La relación de amor-odio que mantiene EE UU con los países árabes no es algo nuevo puesto que el apoyo del primero a Israel siempre ha provocado roces con las petromonarquías. Sin embargo, fue el 11-S el que acentuó las diferencias de Washington con el mundo árabe, dando lugar a un cierto deterioro de las alianzas. Estados Unidos comenzaría a dudar de la lealtad de las petromonarquías que habían permitido que sus ciudadanos, particularmente saudíes, se involucraran en el secuestro de los aviones. Oriente Medio se convertía en una amenaza a largo plazo para la seguridad de Washington, una amenaza que había que atajar con mayor presencia militar en la región.

La reacción ante la nueva postura norteamericana no se hizo esperar: temerosos de perder a su principal aliado militar y comercial, del que se eran demasiado dependientes, los regímenes del Golfo salieron al paso de las acusaciones de terrorismo para asegurarle al presidente Bush que eran socios de confianza.

Tenían la percepción de que Estados Unidos había sido herido, que buscaba venganza de forma unilateral y que en el futuro perseguiría únicamente sus intereses. Reafirmar las alianzas suponía una prioridad porque de ello dependía la estabilidad de las petromonarquías y la supervivencia de sus regímenes totalitarios.

Petróleo por estabilidad

El final de la Guerra Fría marcó una etapa importante en las alianzas norteamericanas y la región del Golfo. Washington y sus aliados hicieron un pacto con las petromonarquías basado en el principio de petróleo por estabilidad. Estados Unidos se beneficiaría de petróleo barato y, como contrapartida, ni demandaría reforma política doméstica alguna ni tomaría partido en situaciones de abuso de los derechos humanos.

El Consejo de Cooperación del Golfo, por su parte, se beneficiaría de ayuda militar para protegerse de las amenazas expansionistas de Irak y del poder de Irán.

Los acuerdos tenían como base un principio teórico del realismo político: separar la ética de los asuntos internacionales. Estados Unidos no dudaría en apoyar a dictaduras conservadoras del Consejo de Cooperación del Golfo para defender sus intereses y favorecería el statu quo regional, haciendo caso omiso a las doctrinas post-Guerra Fría de defensa de la democracia a nivel global.

Las consecuencias fueron más que evidentes: Washington contribuyó al estancamiento político de la región y a la supervivencia de regímenes totalitarios que siguen manteniendo el control de los recursos energéticos.

La prueba de ello es que Estados Unidos no ha condenado a lo largo de la última década la represión gubernamental a los partidos islamistas ni se ha hecho de eco de los ataques contra la libertad de expresión y los derechos humanos que la población local sufre.

Los problemas de las alianzas

Paradójicamente, la alianza del GCC con Estados Unidos para protegerse de amenazas externas hizo a los regímenes árabes más vulnerables a las amenazas domésticas.

Los grupos chiítas, que son mayoría en Bahrein y minoría en Arabia Saudí, consideraban la presencia militar norteamericana como una ofensa al Islam. Su disensión religiosa se veía como una amenaza a la legitimidad política de los regímenes. Otros grupos como Al-Qaeda, con semejante opinión, hicieron del terrorismo islámico radical el instrumento para enfrentarse a las alianzas árabes con Estados Unidos, atrayendo a segmentos desfavorecidos de la ciudadanía.

El surgimiento del terrorismo era alimentado por el odio a los norteamericanos y por la gran dependencia del GCC del petróleo como principal fuente de riqueza. Y es que en momentos de regresión económica, particularmente cuando los bajos precios de petróleo pueden reducir los beneficios del gobierno, las monarquías temen que los disidentes puedan atraer a ciudadanos que no se benefician del bienestar social y de las oportunidades de empleo que los regímenes son capaces de proporcionar en épocas de bonanza económica, algo que finalmente se ha materializado.

Un ejemplo del coste político del alineamiento del GCC con EEUU lo representa Arabia Saudí. A diferencia del resto de regímenes del Golfo, fuertemente dependientes de las relaciones comerciales con EE UU y menos sensibles a su presencia militar, Arabia Saudí confrontaba mayores retos internos para legitimar su régimen. Los sectores radicales islamistas demandaban la expulsión de las fuerzas infieles en territorio árabe (como reclamó Bin Laden), además de solicitar mayor participación política en sectores de la elite saudí.

Ante la presión interna, el reino manifestó su rechazo a la invasión norteamericana de Irak en 2003 e impidió que las fuerzas aéreas norteamericanas usaran sus bases para atacar el país, limitando su cooperación a la asistencia indirecta a las fuerzas aéreas y al uso de operaciones de comando y control. Públicamente, los saudíes no apoyaron el derrocamiento de Sadam Hussein y se mostraron preocupados por las implicaciones que podría conllevar la construcción de una nueva nación en Irak por parte de EE UU.

Además de la presencia norteamericana en la región, el apoyo sin fisuras de EE UU a Israel supone un caldo de cultivo para las disensiones internas del GCC y otra amenaza a la permanencia de sus gobiernos en el poder. Washington, con su estrategia post-Guerra Fría, había favorecido la presencia de gobiernos totalitarios en el Golfo, condescendientes con el estado de Israel y fuertemente dependientes de la ayuda norteamericana.

La estrategia tenía su razón de ser: una democracia árabe que representara la opinión de los ciudadanos nunca podría hacer la paz con un Israel que sigue ocupando territorios árabes y tendría que poner en marcha mecanismos de solidaridad con los palestinos.

El problema fundamental es que, en momentos de conflicto entre Israel y un estado árabe (o durante la Intifada) es muy difícil para el Consejo de Cooperación del Golfo mantener su alineación con Estados Unidos -al que necesita para su propia seguridad externa- y a la vez mantener su legitimidad política interna debido a la hostilidad de sus ciudadanos hacia Israel y EE UU. La población comparte la percepción de un estado israelí agresivo que, implacablemente, reprime los derechos de autodeterminación de la población palestina y que está preparado para apalabrar ataques preventivos y demostrar su superioridad militar convencional.

Para las petromonarquías, los atentados terroristas del 11-S materializaban la rabia de su población, a través de fundamentalistas islámicos, al apoyo norteamericano a Israel y su política de ocupación de territorios palestinos.

Plan de paz

La alianza norteamericana con el GCC se ha caracterizado esencialmente por su inestabilidad. Pero no por la falta de voluntad de sus gobernantes árabes, ansiosos de mantenerse en las altas esferas de poder y seguir controlando el oro negro, sino por el descontento de sus ciudadanos, instrumentalizado en algunas ocasiones por grupos terroristas.

El coste del alineamiento es caro porque, persiguiendo la alianza con Estados Unidos, el GCC entra en conflicto directo con su propia población, indignada por la campaña mediática occidental en contra del Islam y por lo que ocurre en Gaza y Cisjordania.

Es por ello que, en un afán por calmar las tensiones internas, el príncipe Abdalá de Arabia Saudí promovió en la Liga Árabe de marzo de 2002 un plan de paz palestino-israelí. El pasado mes de marzo los países árabes revitalizaron la iniciativa, que exige la creación de un Estado palestino independiente y la retirada total israelí de los territorios árabes ocupados durante la guerra de los Seis Días.

Su intento de vender el plan de paz a la administración Bush es el mayor paso para conseguir un equilibrio entre el miedo de los regímenes a posibles reacciones violentas domésticas y la necesidad de mantener una relación fuerte con EE UU.

Desafortunadamente, el plan de paz palestino-israelí no será la panacea para mejorar la situación política interna del GCC. En primer lugar porque Estados Unidos, pese a que calificó de “muy positiva” la llamada “Declaración de Riad”, esta más centrado en acabar con Al-Qaeda que en futuras negociaciones de paz.

Y en segundo, porque Washington apuesta por el control directo de la región petrolífera –así lo está haciendo en Irak- para asegurarse el suministro de crudo, proteger a Israel y depender en menor medida de alianzas con las petromonarquías.

La seguridad del estado israelí y el petróleo siguen siendo los dos motores de la política norteamericana en Oriente Medio pero si antes las estrategias se basaban en el apoyo al primero y en las alianzas con los países árabes, ahora la intervención militar directa, no sólo el establecimiento de bases, surge como tercera vía. Esta última puede provocar un debilitamiento de los pactos con el GCC, no por la voluntad de sus dirigentes sino por la radicalización de sus ciudadanos que, especialmente a través del terrorismo, pueden materializar su oposición a la ocupación militar y su solidaridad con el pueblo palestino. Si EE UU no pone las bases de unas negociaciones de paz palestino-israelíes realistas y reduce su presencia militar en la región del Golfo, los estados árabes seguirán viendo amenazada su legitimidad política. Su pueblo seguirá rechazando el alineamiento del los regímenes con Washington porque significa el apoyo a la política israelí y se seguirán perpetrando atentados terroristas para diezmar la presencia militar de Estados Unidos en el Golfo Pérsico.

Lucía Valero
Periodista especializada en Relaciones Internacionales

Bibliografía (References)

IZQUIERDO, Ferran: Estados Unidos e Israel, de la alianza a la simbiosis. Revista Cidob d’Afers Internacionals nº 64 Diciembre-enero 2004

MARTIN, Lenore: Assessing the Impact of US-Israeli Relations on the Arab World. International Relations and Security Network (ISN). Julio 2003.
http://www.isn.ethz.ch/

KHAN, Muqtedar: Prospects for Muslim Democracy: The Role of U.S Policy. The Brookings Institution. Diciembre 1998
http://www.brookings.edu/default.htm

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