lunes, 15 de octubre de 2007

La “Revolución Azafrán”: El Desafío de los Monjes Budistas a la Junta Militar de Myanmar

Número 5/ Octubre-Noviembre, 2007
Roger Casas

Las protestas iniciadas a mediados del pasado mes de Agosto tras la repentina subida de los precios del carburante –subida provocada por la suspensión (recomendada por el Fondo Monetario Internacional) de las subvenciones estatales al petróleo–, han logrado poner finalmente a Myanmar (nombre oficial de la antigua Birmania desde 1989) en el punto de mira de los medios y la opinión pública internacionales. En particular, la participación de miles de monjes budistas en las protestas ha hecho que éstas se hayan convertido en el mayor desafío a los militares, en el poder en el país desde 1962, en los últimos 20 años.

La implicación masiva del Sangha (término que designa la comunidad de monjes y monjas budistas) birmano en las protestas tuvo lugar tras los sucesos ocurridos en la ciudad de Pakokku, a unos 500 km al Norte de la antigua capital Rangún (ahora llamada oficialmente Yangon), donde el pasado 5 de Septiembre al menos tres monjes resultaron heridos en un enfrentamiento con miembros del ejército birmano que intentaban disolver una manifestación pacífica en la que unos 300 religiosos mostraban su apoyo a la población local ante la gravedad de la situación económica del país.

Como respuesta a la agresión de los militares, ese mismo día cientos de monjes pertenecientes a la congregación de un monasterio local quemaron varios vehículos pertenecientes a las autoridades de la ciudad y tomaron como rehenes a 20 miembros de las fuerzas de seguridad birmanas; los rehenes fueron puestos en libertad pocas horas después, y el gobierno birmano, en un raro gesto de buena voluntad, liberó al día siguiente a un activista político herido y arrestado durante una protesta convocada en Yangon el 28 de Agosto. A lo largo de los días que siguieron a la puesta en libertad de los rehenes, la junta militar aumentó la vigilancia tanto de los monasterios como de los miembros de organizaciones pro-democracia del país.

Sin embargo, las cosas no terminaron ahí: La semana siguiente, una organización llamada “Alianza de todos los monjes budistas birmanos” distribuyó panfletos en los que se instaba a la junta militar del país a efectuar una disculpa pública por los hechos de Pakokku antes del día 17 de Septiembre; si dicha disculpa no tenía lugar, los monjes autores del manifiesto amenazaban con echarse a la calle y rechazar las limonas ofrecidas por miembros del régimen militar –proclamando una “patam nikkuijana kamma” o “rechazo de la limosna”, que niega al donante el mérito obtenido normalmente en toda donación al Sangha.

Como era de esperar, la disculpa oficial no se produjo, y desde el día 18 centenares de monjes se echaron a la calle en varias ciudades de Myanmar, en un claro gesto de desafío a la junta militar –denominada oficialmente desde 1997 Consejo para la Paz y el Desarrollo del Estado (CPDE). Mientras aquel día unos 300 monjes se manifestaron pacíficamente en las calles de Yangon, en Pegu, una ciudad situada a unos 80 km al Norte de Yangon, unos 1,000 monjes participaron en la protesta, mientras una cifra similar lo hacía en el importante centro petrolífero de Sittwe, en la provincia occidental de Rakhaing. Durante las jornadas siguientes las protestas fueron progresivamente en aumento. Si el primer día de manifestaciones en la antigua capital las fuerzas de seguridad birmanas habían cerrado el acceso de los monjes a la pagoda de Shwedagon, símbolo central del budismo birmano, el Jueves 20 más de 600 miembros del Sangha pudieron rezar en la pagoda, acompañados por varios cientos de laicos –además de por decenas de policías de paisano y de miembros de las fuerzas antidisturbios birmanas. En aquella ocasión no se produjeron arrestos, aunque mientras las protestas en Yangon se desarrollaban pacíficamente, las fuerzas de seguridad birmanas emplearon gas lacrimógeno y disparos al aire para dispersar al millar de monjes congregados en Sittwe, donde al menos tres religiosos fueron arrestados.

La significación política de la llamada “revolución azafrán” (denominada así en relación al color de la túnica de los monjes) se hizo evidente el Sábado día 22 cuando Aung San Suu Kyi, Premio Nóbel de la Paz en 1991 y líder de la LND (Liga Nacional para la Democracia), saludó a los monjes que desfilaban frente a su casa, en la que ha permanecido bajo arresto domiciliario la mayor parte de los últimos 18 años. La tensión en las calles de Yangon creció en los días siguientes, al tiempo que el número de manifestantes religiosos y laicos se incrementaba dramáticamente, hasta alcanzar las 100 mil personas el Lunes 24, y mientras diversos gobiernos occidentales, encabezados por los de Estados Unidos (EEUU) y Gran bretaña, exigían al gobierno birmano que no empleara la fuerza para terminar con las protestas.

Consciente de lo delicado de la situación, el ejército evitó en efecto usar la fuerza contra los monjes al comienzo de las protestas: El Sangha es sin duda la institución más respetada en Myanmar, país que cuenta con aproximadamente 400 mil monjes, monjas y novicios, y se precia de ser uno de los centros del budismo mundial. Desde la toma del poder en 1962, el CPDE se ha esforzado por limitar la enorme influencia social de dicha tradición religiosa, intentando integrar el Sangha en el estado a través de instituciones tales como el Comité Estatal del Sangha, creado en 1980, y afianzando el monopolio estatal sobre la educación –antaño responsabilidad exclusiva de los templos.

Sin embargo, el CPDE no ha logrado controlar completamente al Sangha birmano, que cuenta con una larga tradición de intervención en los asuntos políticos del país –evidenciada también durante uno de los acontecimientos políticos más importantes de las últimas décadas en Myanmar: El 8 de Agosto de 1988 (fecha considerada propicia por los organizadores de la revuelta), la población del país se echó a la calle para protestar por la deteriorada situación económica, agravada por la continua devaluación del kyat, la moneda birmana. Centenares de monjes se unieron entonces a los manifestantes en la protesta; fuentes no oficiales calculan que más de 3,000 personas murieron en la represión que terminó con aquel levantamiento –entre ellas decenas de religiosos. Los disturbios provocaron además un relevo en la cúpula del poder orquestado aparentemente por el propio hombre fuerte de Birmania desde 1962, el general Ne Win (fallecido en 2002), así como la convocatoria por parte de la junta militar de las primeras elecciones democráticas en casi 30 años. Las elecciones, celebradas en 1990, se saldaron con la victoria aplastante de la LND de Suu Kyi, que sin embargo nunca llegó al poder porque la junta militar invalidó el resultado del proceso.

En esta ocasión, sin embargo, los militares, conscientes de que la publicidad que las protestas estaban obteniendo a nivel internacional gracias a las nuevas teconologías de la comunicación no permitía una represión de la escala de la de 1988, evitaron en un principio emplear la fuerza, recurriendo antes a tácticas “institucionales”, como el llamamiento a los monjes al orden por parte de la jerarquía oficial budista. Finalmente, el Miércoles 26 el ejército y la policía birmanos iniciaron la represión abriendo fuego contra los manifestantes en diversos puntos de Yangon. La junta militar ha ofrecido una cifra oficial de 16 muertos, mientras varios gobiernos y organizaciones opuestas al régimen consideran que la cifra podría ser mucho mayor. Las fuerzas de seguridad estatales detuvieron en los días siguientes a cientos de monjes (dejando varios monasterios de la capital completamente vacíos) y activistas a favor de la democracia; además, el CPDE estableció un toque de queda nocturno, prohibió las reuniones de más de cinco personas, y restringió todavía más la entrada y salida de información en el país bloqueando el acceso a internet.

Al tiempo que esto sucedía, diversos gobiernos occidentales presionaban a la junta militar con el fin de encontrar una salida diplomática a la crisis: Tanto el gobierno de los EEUU como la Unión Europea (UE) han amenazado con ampliar de forma unilateral las sanciones ya existentes contra el régimen birmano (la UE acaba de hacerlo el pasado lunes, 16 de Octubre). Por otro lado, y desde el inicio de la participación del Sangha en las protestas, los representantes de los gobiernos de EEUU y Gran Bretaña presionaron para que el Consejo de Seguridad de la ONU interviniera en la crisis: El jueves 20 de Septiembre el Consejero Especial del Secretario General de la ONU para Myanmar, Ibrahim Gambari, presentó ante el Consejo un informe sobre la situación en el país; tras el comienzo de la represión, y gracias al apoyo de la República Popular China (RPC), el Consejo logró que Gambari aterrizara en Yangon el día 28. Allí el enviado especial se reunió con varios mandos militares de la Junta antes de entrevistarse por vez primera el día 29 con Suu Kyi. Gambari pudo reunirse también con el general Than Shwe, hombre fuerte del país, antes de abandonar Myanmar el día 4 de Octubre. El enviado se encuentra en estos momentos de gira por varios países del Sudeste Asiático, preparando una próxima visita a Myanmar que se espera tenga lugar antes de mediados de Noviembre.

Por su parte, y tras escuchar el informe de Gambari sobre la situación en Myanmar, los 15 miembros del Consejo de Seguridad de la ONU emitieron el pasado 11 de Octubre un comunicado en el que condenaban la represión llevada a cabo por las autoridades birmanas y enfatizaban “la importancia de la pronta puesta en libertad de todos los presos políticos así como de los detenidos que permanecen en custodia”. Se cree que casi un millar de detenidos por las protestas permanecen en las cárceles estatales, mientras los monjes liberados hasta el momento han hablado del trato denigrante a que fueron sometidos mientras permanecieron bajo arresto. Fuentes no oficiales han confirmado la muerte de al menos un activista político debidos a las torturas a que fue sometido por parte de las fuerzas de seguridad.

La presión que el Consejo de Seguridad de la ONU está ejerciendo sobre la Junta (principalmente a través del gobierno chino) podría lograr al menos el inicio de un diálogo entre la Junta y la LND: Tras la marcha de Gambari las autoridades birmanas han hecho pública su intención de entablar conversaciones con Suu Kyi, a condición de que la Nobel de la Paz renuncie a apoyar las sanciones económicas contra Myanmar –una condición que la LND ha rechazado ya categóricamente.

Pero a pesar de los signos que apuntan a una solución dialogada al conflicto, la mayoría de observadores se muestran escépticos ante cualquier cambio radical en la situación política en el país. La escasa presencia de inversiones estadounidenses o europeas en Myanmar limita el efecto que las sanciones puedan tener sobre las decisiones políticas del régimen. Hasta el momento los militares han logrado mantenerse en el poder gracias principalmente a la riqueza del país en materias primas –y el consiguiente apoyo de los varios estados interesados en conseguirlas–, así como a diversas consideraciones estratégicas. Rusia, por ejemplo, acaba de obtener una prerrogativa por parte del CPDE para la transferencia de tecnología nuclear a Myanmar; el gobierno de la India, por su parte, busca la cooperación del régimen militar birmano no sólo en materia de obtención de recursos energéticos, sino también en relación a su lucha contra el movimiento independentista de la etnia Naga, que empleaba hasta hace poco la región de Myanmar fronteriza con la India como base desde la que llevar a cabo sus ataques contra las fuerzas de seguridad indias.

La posición de los diversos estados miembros de la ANSEA (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) respecto al “problema birmano” (Myanmar es miembro de la organización desde 1997) ha sido también generalmente ambigua, fiel a la política de la organización de no interferir en los “asuntos internos” de los estados miembros –“internos” a pesar de que más de 300 mil refugiados birmanos huídos durante los últimos años de la represión militar viven hoy en campos situados al otro lado de la frontera con Tailandia, y de que este último país continúa siendo el mercado más importante para la inmensa industria de producción de droga birmana, en manos principalmente de grupos étnicos armados afines al CPDE. Mientras la situación en Myanmar ha provocado varios roces en relación a la presencia de los generales en reuniones multilaterales entre la ANSEA y la UE y otros organismos internacionales, las críticas a la junta militar birmana por parte de los países de la ANSEA han venido normalmente de organizaciones parlamentarias sin poder decisorio alguno. Las declaraciones gubernamentales se han endurecido en las últimas semanas, pero es poco probable que la organización se decida a tomar medidas más drásticas; los intereses económicos son determinantes para que países como Malasia o Tailandia, miembros fundadores de la ANSEA, sigan manteniendo una actitud condescendiente respecto a las acciones del CPDE.

Por su parte, Japón, país que suspendió toda ayuda no humanitaria al régimen tras la última detención de Suu Kyi, en Mayo de 2003, ha congelado tras los acontecimientos del mes pasado (en los que perdió la vida el periodista nipón Kenji Nagai por disparos de las fuerzas de seguridad birmanas) 552 millones de Yenes destinados a la ayuda al desarrollo de recursos humanos. Sin embargo, el gobierno japonés ya ha anunciado que va a continuar con su política de “compromiso” con el CPDE, y que no tiene intención alguna de suspender el comercio con Myanmar.

Pero el principal apoyo del CPDE lo constituye, como es bien sabido, la RPC. Tras la llegada al poder de los militares en Myanmar, y a lo largo de las primeras décadas de la dictadura, el régimen de Pekín apoyó económica y logísticamente al Partido Comunista de Birmania (PCB), uno de los muchos grupos armados que se enfrentaban entonces a los generales. Sin embargo, el cambio en la cúpula del Partido Comunista Chino a fines de los años 70 y la consiguiente “internacionalización” del régimen chino terminaron progresivamente con el apoyo que Pekín prestaba a las diversas guerrillas comunistas que operaban en el Sudeste Asiático. El gobierno de la RPC pasó entonces a promover una política de cooperación pacífica con los diversos gobiernos de la zona. A fines de los años 80 el PCB había dejado de ser una fuerza politica y militar a tener en cuenta, y el régimen de Yangon se convirtió gradualmente en uno de los mayores apoyos en la región para la RPC, que ha obtenido por parte de los militares privilegios especiales en la explotación de recursos de Myanmar, utilización de infraestructuras portuarias, etc.

Gran parte de dicha explotación se lleva a cabo en regiones periféricas del país, habitadas principalmente por poblaciones no birmanas como los Karen, Shan, Kachin, Mon, etc., grupos tradicionalmente reticentes a aceptar la dominación birmana. A lo largo de las últimas décadas diversas organizaciones internacionales pro-derechos humanos se han encargado de documentar y hacer públicos los brutales métodos de represión del ejército birmano, dirigidos al desplazamiento (o simple exterminio) de poblaciones enteras con el fin de facilitar la puesta en práctica de diversos proyectos económicos (destinados principalmente a satisfacer los mercados chinos y tailandeses) como tala industrial de bosques, construcción de presas, etc. El problema étnico es a menudo ignorado por políticos y observadores occidentales de Myanmar, centrados en la cuestión del reestablecimiento de un gobierno democrático en el país, y que han tomado a Suu Kyi y a la LND como símbolo de la resistencia popular contra el régimen (véase por ejemplo “El rostro de la resistencia”, en El País del 1 de Octubre de este año). Sin embargo, la problemática relación de los distintos grupos étnicos con el estado central y entre sí fue sin duda uno de los desencadenantes principales del golpe militar de 1962, y la solución al conflicto político que vive Myanmar pasa, como se encargan de recordar los líderes étnicos, por un diálogo a tres bandas entre la junta militar, la oposición democrática y los grupos étnicos, varios de los cuales (como por ejemplo la rama Sur del Ejército del Estado Shan, o el Ejército Karen de Liberación Nacional, formado en 1948) se enfrentan todavía al ejército birmano.

Varias voces en Europa o los EEUU han señalado que los estados que apoyan al régimen birmano deberían estar interesados en promover el desarrollo de una Myanmar democrática y próspera, por las ventajas que ello podría traer para sus propias economías. Por el contrario, los privilegios que países como la India, la RPC o Tailandia obtienen de Myanmar –tanto a nivel estatal como de empresa privada– se basan precisamente en el mantenimiento del status quo actual, es decir, el mantenimiento del papel del ejército birmano (y sus socios en armas en el interior del país) como agente capacitado para desplazar poblaciones indígenas, forzar al campesinado local a trabajar en la construcción de infraestructuras, u ofrecer garantías arbitrarias sobre la utilización de dichas infraestructuras a gobiernos extranjeros, una situación que cambiaría necesariamente de embarcarse Myanmar en un proceso genuíno de transición democrática; y digo “genuíno” porque el gobierno birmano ha iniciado ya su propio “proceso democrático”, con la organización de una convención nacional que acaba de terminar este mes de Septiembre tras años de interrupciones, y cuyo objetivo último ha sido el de redactar el borrador de una constitución que obviamente no hará sino santificar el papel protagonista del ejército en el gobierno del país.

En definitiva, los gobiernos de la RPC o la India tienen muy poco interés en que se produzca un cambio radical en la situación política de Myanmar; esto se puede observar claramente en la actitud de la RPC al respecto: Si mientras por un lado Pekín ha presionado al régimen birmano para que colabore con las gestiones diplomáticas emprendidas por la ONU con el fin de resolver la presente crisis, por otro se ha opuesto a cualquier acción por parte de dicha organización que vaya más allá de una simple declaración, insistiendo en que las protestas y la posterior represión de las mismas son “asuntos internos” de Myanmar, y que la injerencia de organismos y gobiernos extranjeros no haría sino agravar la inestabilidad política y la situación de la población birmana –como si dicha situación pudiera deteriorarse aún más.

Así las cosas, y mientras se espera el resultado de las misiones de Gambari, resulta difícil predecir cuál será la evolución de los acontecimientos en un futuro próximo. La capacidad de decisión del Consejo de Seguridad de la ONU se verá siempre limitada por la esperada oposición de los gobiernos de la RPC y de Rusia a que el Consejo intervenga de manera directa –como sucedió con la inofensiva propuesta norteamericana de incluir la cuestión birmana en el Consejo a comienzos de este mismo año, propuesta vetada por los representantes de ambos gobiernos. En este sentido, el borrador de la mencionada declaración del Consejo del pasado 11 de Octubre tuvo que ser revisado con el fin de lograr la aceptación de chinos y rusos y lograr así el consenso necesario entre los miembros del Consejo.

La “revolución azafrán” ha supuesto sin duda el desafío más importante y prolongado al gobierno militar birmano desde los sucesos de 1988. Sin embargo, los militares se han mostrado hasta ahora incapaces no ya de facilitar una transición democrática en Myanmar, sino siquiera de promover un diálogo con el que resolver los enormes problemas políticos y militares a los que se enfrenta el país desde hace décadas. Los últimos sucesos han dejado claro que tampoco ahora el CPDE tiene reparo alguno en ordenar a sus soldados hacer fuego sobre manifestantes desarmados –aunque estos sean monjes–, y ante esta actitud la población local bien poco puede hacer por sí sola. La junta militar ha hecho caso omiso de la condena del Consejo de Seguridad y de las recientes sanciones económicas impuestas por Japón y la UE, y ha afirmado ya que va a continuar adelante con su programa “democrático”. En este sentido, es necesario que los organismos internacionales continúen presionando a los militares birmanos con el fin de lograr que el CPDE acepte poner en marcha un auténtico proceso de diálogo entre las distintas partes implicadas en el conflicto.

Roger Casas
Coordinador local en un proyecto UNESCO de preservación cultural en la República Popular China.
Máster en Desarrollo Sostenible en la Universidad de Chiang Mai, Tailandia

Más información...

La revista Irrawaddy (nombre birmano del mayor río del país) es la mejor fuente de información sobre la situación política, social y económica de Myanmar; esta revista, puesta en marcha por activistas políticos birmanos afincados en Tailandia, puede consultarse en la página www.irrawaddy.org. Aquellos que quieran conocer la versión oficial (y a menudo grotesca) de los acontecimientos pueden visitar la página del diario gubernamental Nueva Luz de Myanmar, en www.myanmar.com/newspaper/nlm/. La editorial británica Penguin ha publicado varias obras de Aung Sang Suu Kyi centradas en la situación política de Myanmar, la más importante de las cuales es quizás su Freedom from Fear and Other Writings (publicada en 1991). El mejor estudio acerca del problema étnico en Myanmar es Burma: Insurgency and the Politics of Ethnicity (publicado también en 1991), monumental y exhaustiva obra del periodista británico Martin Smith. Varios grupos insurgentes disponen de páginas web afines (controladas siempre desde Tailandia) y que ofrecen información de primera mano sobre el enfrentamiento de los diversos grupos con el ejército birmano, especialmente en el Este del país –véase por ejemplo www.shanland.org, para la situación en el estado Shan. La bibliografía citada, así como las páginas web, se encuentra en lengua inglesa. Amnistía Internacional y Human Rights Watch publican regularmente informes sobre la situación política y social en Myanmar –algunos de los cuales se encuentran traducidos al castellano.

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