viernes, 15 de agosto de 2008

“Un mundo, un sueño”

Número 10/Agosto-Septiembre 2008
Roger Casas

Ocurra lo que ocurra durante la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín, el empeño del gobierno del Partido Comunista Chino (PCC) por organizar “los mejores juegos de la historia” como medio de promocionar la imagen internacional de la República Popular China (RPC) y su actual emergencia como potencia económica mundial, se ha visto al menos parcialmente frustrado por problemas tanto organizativos como políticos. A pocos días del inicio de los juegos, medidas draconianas tales como la prohibición de circular determinados vehículos en determinados días o el cierre temporal de fábricas contaminantes no habían logrado que la polución que cubre habitualmente la ciudad desapareciera.

Por otra parte, las promesas de apertura política o de disminución de las restricciones a la libertad de expresión en el país realizadas por el gobierno chino al hacerse cargo de la organización de los juegos no se han cumplido; los arrestos de activistas críticos con el régimen del PCC han continuado durante los últimos meses (el disidente Hu Jia fue condenado a tres años y medio de prisión en Abril por “incitar a la subversión del poder del estado y del sistema socialista”), y sólo tras las protestas de los periodistas internacionales acreditados para cubrir el evento levantó hace unos días el gobierno chino las restricciones en el acceso a Internet en la villa olímpica –mientras la población y periodistas locales siguen disfrutando de acceso limitado a la Red.


Pero los problemas a los que el estado chino se ha visto obligado a hacer frente este año no se han limitado a los relacionados con cuestiones logísticas o de organización del evento deportivo en si. Los disturbios étnicos producidos en Tibet la pasada primavera, así como los recientes ataques llevados a cabo supuestamente por activistas islámicos en las provincias de Yunnan y Xinjiang, han supuesto un desafío directo e inesperado a la legitimidad política del PCC en el interior de la RPC –desafío aprovechado convenientemente por aquellos opositores al régimen en el exterior del país.

En concreto, tras la violencia étnica desatada en la Región Autónoma del Tibet y otras áreas de población tibetana en provincias limítrofes el pasado mes de marzo, varios gobiernos, medios de comunicación y organizaciones no-gubernamentales occidentales atacaron duramente la política de Pekín, señalando un problema aparentemente fundamental en relación a la incapacidad por parte del régimen del PCC para aceptar las reglas de juego impuestas por Occidente: según estos críticos, la ausencia de libertades políticas, la continuada represión de la libertad de expresión o la falta de independencia del sistema judicial chino demuestran que la RPC no está todavía preparada para convertirse en miembro de pleno derecho de la “aldea global”. A pesar de los esfuerzos del gobierno del PCC por despolitizar los juegos, el régimen parece haber perdido, al menos en lo que respecta a la opinión pública occidental, la llamada “batalla de la imagen”.

Varios comentaristas de medios de comunicación internacionales han llamado también la atención sobre el doble rasero utilizado por medios y políticos occidentales al tratar cuestiones como el conflicto étnico en el Tibet o la situación política en la RPC, en particular en relación a la utilización política del discurso de los “derechos humanos”, entendidos por lo general en Occidente como universales, para criticar y restar legitimidad moral al régimen chino; según dichos comentaristas, el uso y abuso de dicho discurso por parte de medios y políticos occidentales estaría destinado a legitimar la posición de los países de Occidente (y en concreto de los Estados Unidos y la Unión Europea) como líderes morales del globo a través de la puesta en entredicho del derecho de la RPC y del “pueblo chino” a solucionar los problemas políticos y sociales de la nación e ingresar en la modernidad al ritmo marcado por ellos mismos, sin verse obligados a sufrir injerencias en sus “asuntos internos” por parte de gobierno occidental alguno.

En cualquier caso, los ataques y peticiones de boicot a los juegos olímpicos por parte de políticos y prensa extranjeros han provocado a su vez una reacción nacionalista dentro de la RPC, cuya sociedad y gobierno se han considerado desfavorables e injustamente tratados por la opinión pública occidental. A su vez, y a la vista de dicha reacción, varias voces occidentales han advertido de la influencia adversa que esta crítica y ataques sobre el régimen chino podría tener sobre el actual proceso de apertura política y económica de la RPC.

En este sentido, es cierto que en los últimos meses se ha producido un aumento de las restricciones a la entrada de extranjeros en la RPC, y la preocupación del régimen respecto a la seguridad ha llegado incluso a provocar la suspensión de más de una conferencia internacional a celebrar este verano en el país; las inéditas trabas en la renovación y concesión de visados, así como la anunciada subida de precios en hostelería han hecho que el número de extranjeros que visitarán Pekín en agosto vaya a ser inferior al esperado, y nada asegura que las restricciones y demás medidas de seguridad desaparezcan tras la celebración de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, no parece probable que lo sucedido este año vaya alterar en gran medida el rumbo general de la política de Pekín en lo que respecta a la integración de la RPC en los sistemas políticos y económicos internacionales.

A pesar de lo necesario de la crítica del “doble rasero” utilizado por Occidente (y en particular por determinados líderes políticos occidentales) en relación a la RPC, en mi opinión la cuestión central planteada respecto a la celebración de los Juegos Olímpicos en el país y a la polémica levantada por la misma va más allá de la simple subordinación del país asiático respecto a ningún discurso occidental; permítaseme divagar superficialmente en torno a ciertos elementos de la cultura china tradicional y contemporánea, con el fin de elaborar algo más esta idea y resaltar lo que creo son puntos de encuentro fundamentales entre Oriente y Occidente.

En primer lugar, la supuesta superioridad de la cultura confuciana, transformada en el tiempo por ideas raciales provenientes de Occidente y por la influencia del marxismo, continúa determinando la actitud de los chinos Han (la etnia numéricamente mayoritaria con diferencia en el país) hacia las culturas minoritarias que habitan el interior de la RPC: la posición de dichas culturas en la jerarquía étnica que vertebra la “nación china” (zhonghua minzu) se determina en relación a su mayor o menor aceptación de diversos parámetros socioculturales Han. En consecuencia con ello, la mayoría Han continúa a día de hoy (y quizás con más fuerza que nunca) arrogándose la responsabilidad de “civilizar a los bárbaros” a través de su asimilación en la cultura nacional –proceso en la actualidad basado a su vez en la obligada integración de grupos e individuos (tanto Han como no-Han) en la economía de mercado y el desarrollo económico. La reciente y sorprendida reacción de políticos y ciudadanos Han ante la “ingratitud” de los tibetanos tras los disturbios producidos en Lhasa es muestra fehaciente de hasta qué punto esta voluntad civilizadora a que me refiero sigue viva.

Como es bien sabido, el mismo baremo cultural aplicado tradicionalmente a las poblaciones dentro de la órbita del antiguo Imperio se aplicaba también a los pueblos que habitaban más allá de los límites conocidos del mismo. Desde las guerras del opio, sin embargo, la evidente inferioridad tecnológica de los ejércitos Qing y la consiguiente colonización parcial del país por parte de diversas potencias occidentales forzó a líderes e intelectuales chinos a entrar en el escenario mundial desde una posición de clara inferioridad; desde ese momento la cultura china (o al menos sus mandarines) ha rechazado con vehemencia valores tradicionalmente relacionados con el pasado confuciano, entendidos como obstáculos para la modernización del país, al tiempo que universalizaba y asimilaba diversos valores occidentales con el fin de recuperar la posición privilegiada del Imperio y su cultura en el mundo: primero la ciencia positivista y (al menos de manera puntual) la democracia liberal, luego el marxismo, y en la actualidad el liberalismo económico.

Esta asimilación cultural es a la vez causa y efecto de la continuada importancia para la cultura china de la concepción del mundo como una “gran comunidad” (datong, un concepto aplicable al tiempo a la concepción interna de la nación china), una unidad homogénea a pesar de su evidente diversidad, y cuyo centro logra imponer determinados valores dominantes al resto de pueblos que forman dicha comunidad. Desde hace más de 150 años, China se ha visto obligada a aceptar valores culturales ajenos desde lo que el pensador Jiwei Ci ha llamado un “etnocentrismo frustrado”; pero la idea de la unidad fundamental de la humanidad, que se encuentra ya en los clásicos confucianos, se ha mantenido, bien sea expresada en términos culturales, o de lucha de clases, como ocurrió tras 1949, o bien, como en la actualidad, puramente económicos, y la cultura china se entiende a sí misma en gran medida en relación a su posición dentro de este sistema.

Volviendo al supuesto enfrentamiento entre “Oriente” y “Occidente”, creo que la comprensión de la RPC como un país que aspira a liberarse del yugo neocolonial impuesto por los extranjeros y enfrentado a la imposición de valores occidentales, concepción heredada de la difunta política de bloques de la Guerra Fría, no sólo supone una violenta simplificación de la realidad, sino que además impide ver el parentesco esencial entre los métodos de dominación “occidentales” y “orientales”. El tradicional interés de la cultura china por el bienestar material (junto con la casi total ausencia en la RPC de legislación que proteja la vulnerable mano de obra local de los desmanes provocados por el “desarrollo” económico) ha hecho de la integración del país en los sistemas políticos y económicos internacionales un proceso relativamente sencillo –una vez que el país se ha decidido a ello; a estas alturas debería resultar ya evidente que el universalismo chino se las entiende muy bien con la globalización y su objetivo de convertirnos a todos, caiga quien caiga, en miembros de esa relativamente nueva especie que Rafael Sánchez Ferlosio denominó hace unos años “Homo emptor”.

La afinidad en los actuales paradigmas culturales de Oriente y Occidente se ve claramente reflejada en los comentarios de muchos de aquellos que a este lado de los Urales se han referido a los problemas “internos” de la RPC con sus minorías étnicas. En el caso del Tibet, en concreto, la defensa de la política de minorías de la RPC en base al carácter “feudal” del sistema teocrático de los lamas (carácter por otro lado tan real como la vida misma) y a los supuestos beneficios que dicha política aporta a la región, legitima el discurso “civilizador” de los chinos Han y el papel subordinado de los tibetanos, considerados, al igual que el resto de minorías chinas (que, por mucho que se diga, ni son chinas ni son de nadie) y muchos otros pueblos del mundo, incapaces siquiera de decidir qué es lo que más les conviene y por ello necesitados de un “hermano mayor” que los guíe de la mano hacia los fértiles pastos del desarrollo económico. Tan necesario resulta denunciar la “liberación” de Iraq como un artefacto ideológico destinado a justificar una injustificable invasión militar, como hacerlo con la del Tibet.

Creo que el “sueño” mencionado en el eslogan de estos juegos se refiere a la transmutación de la utopía maoísta en ese mundo de jauja del bienestar y confort materiales alcanzado ya por la mayoría de países occidentales (y un puñado de orientales, africanos y sudamericanos), sueño perseguido en la RPC a través de la aceptación plena, sin alternativas, de un modelo de desarrollo económico que implica la adopción de la visión utilitarista del mundo refinada hace siglos en Occidente, y que se empeña en convertir a poblaciones y territorios en entes cuantificables con el fin de facilitar su óptima administración política y económica –visión compartida por cierto por la mayoría de los defensores pasados y presentes tanto del liberalismo económico como de la economía planificada.

Las referencias a la ilusión con que la “sociedad china” vive la celebración de los Juegos Olímpicos o a la implicación ciudadana en la organización de los mismos, así como a la “oportunidad histórica” que los susodichos representan para el país, por no hablar de las consabidas menciones a esa misteriosa entidad conocida como “espíritu olímpico”, no deben hacer olvidar el carácter profundamente ideológico del evento. En lo que respecta al régimen chino, los juegos son uno más de los medios de legitimación empleados con vistas a obtener el consenso nacional e internacional sobre los modelos de desarrollo económico y social promovidos por el PCC, así como la aceptación por parte de la población de sus consecuencias -¿o deberíamos decir “daños colaterales”?: desigualdad económica, destrucción del medio ambiente y culturas tradicionales, corrupción administrativa, etc. La supuesta bondad del “sueño” justifica todo ello como necesaria e indiscutiblemente válido, al tiempo que determina la maldad o ignorancia esencial de aquellos descreídos que se oponen a él; el consenso en las altas esferas de la “gran comunidad” mundial respecto a todo ello es por supuesto absoluto: en este mundo no tienen cabida ni los monjes “feudales” del Tibet, ni nadie que se oponga a la marcha imparable del progreso.

Sin embargo, y como demuestran la revuelta en dicha región o los mencionados ataques en Yunnan y Xinjiang, así como todas las revueltas dentro de la RPC o en cualquier otro lugar del globo, no todos comparten el sueño de un mundo unido o de una “sociedad armoniosa” de las autoridades chinas. Va siendo hora de que el PCC deje el uso de la fuerza a un lado y se plantee seriamente por qué esto ocurre y qué es lo que está saliendo mal.

Roger Casas
Coordinador local en un proyecto UNESCO de preservación cultural en la República Popular China.
Máster en Desarrollo Sostenible en la Universidad de Chiang Mai, Tailandia

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