sábado, 15 de diciembre de 2007

Bolivia, el cambio político no violento

Número 6/Diciembre-Enero de 2008
José Antonio Ruiz Alba

Octubre de 2003, en Bolivia, fue un momento importante para los movimientos sociales en especial, y la izquierda latinoamericana en general, porque abrió la posibilidad del empoderamiento y el ascenso al gobierno de los sectores sociales hasta ahora marginados, concretándose el proceso en Diciembre de 2005 con la victoria por mayoría de Evo Morales y el Movimiento Al Socialismo. El presente artículo plantea la necesidad de repensar esos acontecimientos. No se trata de repetir aquí el relato del inmenso despliegue de recursos que los movimientos sociales demostraron durante esos días de Octubre, sino de apuntar a un fenómeno que llamaremos provisionalmente coemergencia social que, a pesar de, y gracias a, la misma revolución, dio lugar a un cambio político caracterizado por la ausencia de violencia. Estaríamos por tanto ante una nueva remembranza de Octubre que pretende abrir vías de debate y propuestas para la Bolivia actual y sus problemáticas.

La Revolución

Para una mirada revolucionaria, Octubre de 2003 fue, junto a Mayo y Junio de 2005, el punto culminante de un proceso de ruptura del gobierno neoliberal que monopolizaba el poder desde la instauración de la democracia en 1982. Algo así como los “momentos parteros” de la revolución que estaba por venir. Las demandas de Nacionalización de los Hidrocarburos y de Asamblea Constituyente se alzaron como consignas unificadoras del potencial reivindicativo de la sociedad boliviana. En el periodo que siguió a Octubre se fue instaurando aún más la idea de la necesidad, no sólo de dar forma a esas consignas, sino de alcanzar el poder por parte de los movimientos sociales a través de alguno de los partidos que aglutinaba los múltiples intereses de las organizaciones. Mayo y Junio fue considerado entonces, bajo esa perspectiva, el segundo capítulo del forcejeo definitivo con el Estado en un afán de anticipar las elecciones e instaurar formalmente un gobierno socialista de corte revolucionario.

Si tuviésemos que remitirnos a los supuestos teóricos, la revolución precisa de cierta coacción violenta para abrir el proceso, un requerimiento del aparato estatal para instituirse, y una modificación estructural radical -una inversión del poder- que consolide la revolución en las conciencias de cada ciudadano. Y tanto Octubre, de forma inconclusa, como Mayo y Junio fueron percibidos en la lectura revolucionaria como momentos coactivos esenciales en el llamado proceso de empoderamiento de los sectores marginados por las políticas neoliberales. Este proceso tenía en las reformas estatales de nacionalización de los hidrocarburos y asamblea constituyente sus garantes legales, pero solamente la consolidación de un gobierno socialista daría prueba de la victoria revolucionaria sobre la derecha explotadora, y además permitiría la expansión formal de la conciencia revolucionaria a toda la ciudadanía.

Sin embargo, lo que es claro y evidente para Mayo y Junio de 2005 no se ajusta a Octubre de 2003. En Octubre, las consignas revolucionarias funcionaron inicialmente pero la aplicación de los principios que sirven para calificar toda una serie de acciones como incipiente momento revolucionario fue desbordada. Y ello en varios niveles: desde el básico de las motivaciones individuales, donde las identidades tan precisas en la conformación de los movimientos fueron rebasadas, o en la imprevisibilidad de la toma de decisiones, tan jerarquizada y a veces verticalista en ciertos movimientos. Inclusive determinadas acciones aisladas, tan poco relevantes para la acción en masa, adquirieron una fuerza insospechada en los escenarios de conflicto.

En el nivel grupal ocurrió algo parecido: las previsiones que se establecen para la consolidación de redes –estructura, reclutamiento, pautas de acción aprendidas- se difuminaron para dejar paso a otras maneras que los mismos sociólogos reconocerían extrañas a sus parámetros. Y en cuanto a las repercusiones que se tiene para la política propiamente dicha, Octubre ensayó en el seno de la misma crisis, un modelo de Estado que podemos llamar de Encuentro, superador de la dicotomía clásica entre derecha e izquierda, conflictivo eso sí pero no violento, y basado sobre todo en una estrategia de coimplicación de las diferencias existentes: culturales, económicas, religiosas y étnicas. La imagen de la democracia tipificada bajo supuestos partidocráticos y las teorías del cambio habituales –transición, revolución, reformismo, intervención- son insuficientes para captar lo que Octubre deparó a los que lo vivimos cercanamente.

Octubre: ¿Revolución o algo más?

Si Octubre hubiera sido sólo una revolución, no hubiera habido un cambio político como el que ocurrió. O si Octubre hubiera sido nada más que un proceso revolucionario, el resultado se hubiera dado en dos sentidos: o bien en un triunfo de las fuerzas conservadoras y un reempoderamiento del gobierno a través de la imposición de la fuerza y la conformidad de los movimientos sociales y las asociaciones políticas opositoras; o bien en una victoria de los movimientos sociales en una insurrección civil mediante la imposición de un gobierno revolucionario y la disolución del parlamento. El cambio político no funcionó tal y como se esperaba en un proceso revolucionario, por ello las lecturas que siguieron a Octubre apuntaban a una culminación del proceso en una futura y nueva movilización que no tardaría en llegar.

Octubre, sin embargo, careció del rol coactivo característico de una rebelión. Los movimientos, en el caso de la rebelión, apuntan a ejercer una presión agresiva contra el estrato de ciudadanía que sostiene el aparato estatal: en este caso el entorno urbano con el estilo de vida consumista y productiva de servicios. Más concretamente, el movimiento revolucionario ha de identificar y acotar ese segmento de la sociedad civil que respalda con su vivir cotidiano al gobierno de corte neoliberal; ese sector está en las ciudades y se llama clase media, los aburguesados. No es una selección meramente económica, sino también territorial –lo urbano-, étnica –los “blancoides”-, cultural –el estilo de vida globalizado por la televisión, los medios y la publicidad-, e incluso religiosa –el cristianismo purista y tradicional-.

Pero no hubo nada de esto: es decir no se apuntó a un rehenazgo de cierto estrato social para recurrir a la imposición del poder. Lo único que hubo fue una actitud de provocación/transgresión en el bloqueo de los camiones de gasolina de Senkata, a la cual se respondió con una masacre de civiles, muchos de los cuales ni tan siquiera estaban en el lugar del conflicto. El gobierno aplicó una lógica reaccionaria y esperaba que la respuesta fuera, en esa misma lógica, revolucionaria. Pero falló. Y eso es lo que diferencia a Octubre de un movimiento revolucionario como tal. Octubre no impuso la estrategia de un cerco propiamente dicho, forma recurrente en la historia revolucionaria de Bolivia, que ha sido para los movimientos un medio eficaz de acoso al poder vigente. Si bien muchas marchas multitudinarias estuvieron marcadas por mecanismos coactivos en su participación, en un gran número de las mismas se desbordaron las previsiones por la actitud convencida de personas que iba más allá de la simple cuestión del temor a la mayoría o a los piquetes conformados. Además: las constricciones y los límites de identidad para la participación en las marchas no fueron, como en otras ocasiones, de un tono radical. Es decir, la asimilación de lo ocurrido en Octubre a una confrontación bélica, se le llamó, se le sigue llamando, “la guerra del gas”, no puede cuanto menos hacernos sospechar de la tergiversación ideológica de los hechos.

En Bolivia, en esas fechas de 2003, fuimos testigos de un proceso de mutación de la revolución que sin extinguir los potenciales de cambio que porta consigo, sustituía los objetivos de empoderamiento, ligados sin duda a una concepción bélica de la política, por una finalidad de encuentro entre los estratos sociales y las diferencias que conforman la nacionalidad boliviana. Estaríamos ante una lógica paradójica que las teorías del poder, elaboradas bajo conceptos dialécticos, tal vez “occidentales”, no pueden categorizar, ya provengan estas teorías de la derecha o de la izquierda. De ahí que las lecturas que se hicieron de Octubre no hagan plena justicia a lo ocurrido objetivamente en esos días.

Ese proceso de mutación de la revolución en una actitud de encuentro y supresión de la violencia tiene un apelativo intencionado: coemergencia social. El co- del prefijo pone la fuerza en esa necesidad del encuentro con los supuestos antagónicos. Y posee unas notas diferenciales respecto a los momentos revolucionarios: el más importante, sin duda, el referido a la violencia. Si la ganzúa que abre el paso a los cambios estructurales en la revolución es la agresión, donde la figura del enemigo es elemental; en el caso de la coemergencia social esa acometida permuta en una transgresión, en la que los límites que definen las fronteras contrapuestas de diluyen y confunden: el enemigo es ahora el cómplice, ganar o perder es indiferente, la vida en común es lo que importa. Eso comporta disidencias, desobediencias, y en el caso del encuentro la responsabilidad compartida de crear nuevas formas de institucionalización. Estos procesos no son nuevos pero a menudo han quedado solapados ante la fuerza ideológica de explicaciones reduccionistas de las actitudes políticas de las bolivianas y los bolivianos.

Las mutaciones

Esa coemergencia social tuvo lugar de manera efectiva en las sucesivas reacciones a la masacre del gobierno. Lo que fueron prontas respuestas de la multitud, lanzándose desesperadamente a la lucha revolucionaria, se transformaron, no en todos los casos, en situaciones de transgresión no violenta de los límites impuestos por el Estado. Ya no se trataba de cercar a la ciudadanía de La Paz, de sabotear los abastecimientos urbanos –agua, luz o gas- o de destruir la infraestructura material del municipio, sino de marchar unidos por un lema que mutaba de los gritos claramente revolucionarios e insurrectos de “guerra civil” a las consignas de “fuera, presidente” o “basta ya”, decididamente superadoras de la intención de empoderarse.

No se ponía el énfasis en la aspiración, sustancialmente revolucionaria, de la toma del gobierno, sino en la continuidad del horizonte vital de las personas, de todas las personas, de cualquier persona; “que la vida siga”, ese era el lema subyacente. Y eso pasaba por la renuncia del presidente como demanda inmediata, sin que eso significara en ningún caso una defenestración de la figura del estado.

Las hogueras nocturnas en las calles y la construcción de alambradas y barricadas, organizadas en función de la defensa frente los militares y la policía, y en prevención del vandalismo y el pillaje, mutaron en inusitados centros abiertos de autorreconocimiento comunal y de provisión mutua. Vecinos que nunca se habían visto o saludado, de repente se hallaron cara a cara compartiendo comida e incluso rezando, cada cual a su manera, sin distinción de clase u origen. Ciudad Satélite en El Alto, por ejemplo, es un barrio donde hay un componente de migración interna importante, lo que representa una diversidad de orígenes importante; y donde los silencios compartidos en los encuentros nocturnos iban mucho más allá del miedo (1).

Los hijos y las hijas, jóvenes sobre todo, de la Zona Sur (2), y muchos de sus parientes, por llamar de algún modo al sector privilegiado de la urbe, pasaron del odio a la empatía marchando a la ciudad y abasteciendo con bebida y comida a los que llegaban de las áreas lejanas o de las zonas rurales. De aspirantes a paramilitares resguardando, incluso con armas de fuego, el régimen asesino oligárquico contra la “indiada”, devinieron fuerza logística y suministradora de la efervescencia social y humana que se estaba viviendo.

Que estos sucesos no fueron extensivos a todos los hechos acontecidos en Octubre es cierto; pero no fueron marginales, sino constitutivos de un fenómeno de coemergencia social que escapa a las limitaciones que impone una teoría social revolucionaria. También, y mirando desde el otro frente en liza, se desbordaron las previsiones de represión y contrarrevolución que se hicieron por parte del gobierno. Hubo casos en los que asistimos a una desobediencia intraestatal de las fuerzas del orden en su desempeño de arremeter contra los movilizados. En el barrio de Villa Dolores, El Alto, varios policías decidieron quedarse en sus casas y sus esposas conformaron un piquete de protección, reivindicación y protesta que generó en un movimiento de adhesión en el barrio (3).

Frente a la necesidad de alianzas que se precisan en momentos de crisis para reforzar la autoridad del poder, se dio una cadena de abandonos y giros por parte de algunos políticos allegados a la presidencia, la primera y más efectiva la del vicepresidente, que dejaron al presidente en la evidencia de su despropósito en el uso de la violencia. También los habituales grupos de presión que ejercen como beneficiados de las políticas neoliberales presentaron sus disidencias, como un conocido empresario del ramo alimenticio de Bolivia, cuya incorporación a la huelga de hambre y sus opiniones en los medios, sirvieron de aliciente para cerrar el círculo de esa coemergencia social no violenta.

Los acontecimientos aquí consignados no caben privativamente en una lectura revolucionaria, por eso o bien son silenciados o distorsionados o desprestigiados, en parte porque socavan principios fundacionales de la revolución y afectan directamente a la trayectoria hacia el poder que impone el proceso. O también se asimilan a la dinámica revolucionaria apropiándose de sus éxitos y forzando el encaje de la realidad en el marco idealista de su teoría.

A ojos de la revolución, Octubre de 2003 no pudo considerarse efectivamente la consumación de un cambio político porque todavía no se había impuesto legalmente la demanda normativa de la Constituyente, a la que acompañaba la exigencia de nacionalización de los hidrocarburos, y porque tampoco, lo más importante en un proceso de empoderamiento, se había alzado el poder gubernamental en manos de los movimientos sociales. Faltaba, por tanto, la imposición del proceso constituyente en la Asamblea, la Ley de Nacionalización de los Hidrocarburos y las elecciones anticipadas que abrieran el paso a una gran coalición mayoritaria que obtuviera el poder, esta vez representada en el Movimiento Al Socialismo de Evo Morales.

Conclusiones

Por lo tanto, lo que motivó el cambio político en 2003 no fue consecuencia directa de la dinámica revolucionaria, sino de un proceso de encuentro y coemergencia social que abrió el horizonte a un mapa de la política radicalmente nuevo. Desafortunadamente, y a pesar de los intentos dubitativos del presidente entrante Carlos Mesa, lo sucedido en Octubre no tuvo continuidad debido a que se impuso una revisión de los hechos reduccionista (4), desde diferentes ámbitos, y sin consideración a los detalles decisivos del cambio político. Los bandos antagónicos acabaron roturando la memoria de Octubre, tanto la teórica de los intelectuales como la de las meras opiniones de la ciudadanía, en función de la dialéctica neoliberalismo/socialismo, arrastrando a la sociedad civil hacia las radicales movilizaciones de Mayo y Junio de 2005, esta vez muy diferentes en cuanto a respuesta y maneras a lo sucedido en Octubre.

Las consignas de Octubre, lo que se llamó la “Agenda de Octubre”, que el presidente Carlos Mesa, suscribió informalmente en una toma de poder inusitada frente a los movimientos sociales en la misma ciudad de El Alto, eran horizontes efectivos de cambio social que podían orientarse de diferentes maneras. El desconocimiento de la tecnocracia en esos temas por parte de la población en general, pero la adhesión indiscutible que causaban, son la prueba de que nos hallábamos ante todo frente a hitos referenciales del cambio que se necesitaba. El cómo fueran llevados a cabo esos procesos era lo que marcaría la diferencia: había un cómo neoliberal y había un cómo socialista y revolucionario. Pero también, diluyendo y conciliando los antagonismos, persiste débilmente todavía un cómo basado en una política del encuentro, ausente de beligerancia, y cuyos principios fundamentales son, lo hemos visto, la transgresión, la disidencia y la cocreatividad. Aplicarlos a los procesos institucionales del cambio que hoy se vive todavía está pendiente (5).

No podemos aventurar qué hubiera sucedido si la dinámica revolución/represión hubiera continuado: cuántos muertos más, qué dirección impredecible se hubiera dado... En realidad, lo hemos dicho, la radicalidad de un cerco por parte de los movimientos sociales no se dio en Octubre, como sí sucederá en Mayo y Junio de 2005 (6), pero la masacre aconteció con la responsabilidad de las fuerzas del Estado implicadas. Por ello, de haberse dado una respuesta en términos beligerantes por parte de la sociedad civil en general, y específicamente desde los movimientos sociales, hubiera habido sobradas razones para que la represión continuara. Sin embargo, lo que desarmó el proceso represivo fue la inesperada respuesta no violenta que emergió en las calles, en las casas, dentro de las mismas instituciones estatales y que tuvo resonancia en otras partes del país alejadas del núcleo del conflicto.

El interés por el empoderamiento, tan en boga desde ciertas corrientes sociopolíticas, acabó en los meses postreros por difuminar el proceso de coemergencia social porque éste último contravenía la habitual dualidad vencedores/vencidos, negaba la dinámica del enemigo exterior y además repercutía en la lógica revanchista, tan necesaria para la movilización revolucionaria. Si no fue posible continuar con las líneas de acción abiertas por el proceso de coemergencia social se debió sin duda a un proceso de debilitamiento de la cultura/culturas del encuentro latente en las maneras diferentes de aprehender el mundo de las comunidades diversas que nutren la nacionalidad boliviana. Asumir esta pérdida compete y obliga a poner en marcha de nuevo una acción efectiva de reconstitución cultural urgente, para evitar que una idealización obsesiva del poder, tanto de derecha como de izquierda, y con el apoyo de mecanismos coactivos (7), se apropie de los ámbitos institucionales y después de las conciencias de las gentes, e instale la violencia (8) como mediación única para el cambio.

José Antonio Ruiz Alba
Filósofo de profesión, ha trabajado en diversos ámbitos de educación como profesor invitado en la Universidad Católica de La Paz, impartiendo cursos sobre ética y filosofía política.

Notas:

(1) Evidentemente, una lectura estrictamente revolucionaria del asunto tratará de ver en esas hogueras reuniones de “clasemedieros miedosos”, reduccionismo desmentido por cualquiera que lo viviera cercanamente: muestra de esa actitud son los artículos del periodista Walter Chavez, también asesor de campaña de Evo, en el Juguete Rabioso, periódico tutelar de la izquierda renovada ahora en el poder.
(2) Seguramente, esos mismos jóvenes adinerados que días antes habían echado pestes, en un curso de filosofía política que dictaba en la Universidad Católica de La Paz, apuntando a la irracionalidad del movimiento popular e indígena.
(3) Véase todo el trabajo editorial de la Muela del Diablo (La Paz, Bolivia) en cuanto a lo sucedido en Octubre.
(4) Se realizó una tarea persistente de concientización que suponía para los socialistas una visión de Octubre como un paso previo, inacabado, a la toma del poder; y desde el forzoso destierro, el anterior presidente Gonzalo Sánchez de Lozada y sus seguidores del Oriente inducían una versión de los hechos en función de una teoría conspirativa. Para todo ello, tanto en la parte socialista como en el grupo seguidor de las políticas neoliberales no se escatimaron medios, formales e informales, para esculpir una memoria política de Octubre a medida de los intereses de cada cual, que derivó sin duda en la crítica coyuntura de Mayo y Junio de 2005.
(5) Hay pocos atisbos, en los tres grandes ejes de la política del cambio actual en Bolivia, que permitan soslayar un estilo de gobierno como el proyectado subrepticiamente en Octubre, algo así como un Estado Social de Encuentro: la Asamblea Constituyente se armó bajo la lógica beligerante entre mayoría/minoría, alianzas/enemigos; la ley de Hidrocarburos ha sido una reforma pactada que si bien aumenta ostensiblemente los beneficios nacionales no compromete a las transnacionales a un cambio en sus estrategias intervencionistas y en las relaciones con el país proveedor; las Autonomías Departamentales caen en una descentralización radicalizada en lucha por el poder; y la emigración desmedida añade un componente más de desencuentro. Lo cual no significa que el gobierno lo está haciendo mal, sino que no se han puesto en marcha fórmulas que sí estaban dadas de manera experiencial y que fueron decisivas para el cambio de Octubre.
(6) Mayo y Junio de 2005, y el periodo de gobierno de Carlos Mesa como preludio, merecerían un estudio complejo, pero sobre todo desinhibido, por lo controvertido de las estrategias de movilización llevadas a cabo en esos días.
(7) Hablar de mecanismos coactivos no es sólo hablar de las fuerzas del orden, policía y militares, sino también de constricciones civiles; colectividades y asociaciones que funcionan de forma represiva con condicionamientos que vulneran la aportación libre y personal de cada ciudadano/a. La violencia hoy no es identificable exclusivamente en la figura de una pistola o un fusil, sino también, en la era de la información y la comunicación, bajo la amenaza de incomunicabilidad o aislamiento (quedarse sin red).
(8) Institucional, civil o interpersonal

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