jueves, 18 de junio de 2009

El equilibrio de poderes en Oriente Medio

Número 15/junio-julio 2009
Jordi Martín Navarro

Estos días estamos asistiendo, de nuevo, al enfrentamiento entre dos corrientes de pensamiento claramente diferenciadas en el seno de Irán: por un lado, la vertiente más conservadora, representada por el Ayatolá Jamenei y su fiel seguidor, el Presidente Mahmud Ahmadineyad; por otro lado, la corriente más liberal, cuyo máximo líder es el ex Presidente Mohammad Jatami, pero cuyo representante en las elecciones del pasado 12 de junio fue el antiguo Primer Ministro Mir-Hossein Musaví.

Tras lo que parece ser un fraude electoral llevado a cabo por el poder establecido, una multitud de seguidores del candidato Musaví se ha lanzado a la calle para protestar, con el consiguiente reguero de violencia y muertos propio de un clima post-electoral tras unos comicios presuntamente falseados. Hasta aquí, nada nuevo: la lucha entre conservadores y liberales se viene repitiendo en la política iraní desde hace décadas; y los enfrentamientos a pie de calle entre seguidores de unos y otros se asemejan a los de cualquier otro país con un sistema democrático reducido a unas elecciones cuyo único fin es la perpetuación en el poder de una oligarquía.

¿Qué diferencia entonces a Irán de un país como Venezuela, donde las manifestaciones de grupos progubernamentales y opositores se repiten una y otra vez, y donde la oposición es progresivamente ahogada por parte de un gobierno plácidamente sustentado en una constitución hecha a medida? ¿No es el intrincado sistema político iraní una estructurada creada para mantener en el poder a una minoría directamente vinculada con Dios y, por tanto, intocable? ¿Cómo podemos hablar entonces de democracia en Irán cuando toda decisión política pasa por manos del Consejo de los Guardianes, todos nombrados directa o indirectamente por el Ayatolá? Y, por último, ¿acaso no es Irán el ejemplo más claro del fanatismo islámico cada vez más presente en las sociedades de los países que conforman Oriente Próximo y, por extensión, el Magreb? La respuesta, como siempre, es bastante más complicada de lo que pudiera parecer a simple vista.

Cartel publicitario en Teherán, Irán. Foto: Rafael Nespereira


En primer lugar, para entender el entramado político iraní es necesario abandonar de raíz el maniqueísmo desde el cual occidente suele interpretar la política en Oriente Medio: reformismo y conservadurismo son solos dos referencias que resumen el amplio espectro político de un país que se caracteriza por su inmensidad y su heterogeneidad. Sin embargo, no es mi intención analizar ahora el binomio conservadurismo-reformismo a lo largo de la historia reciente de Irán, sino más bien evaluar las consecuencias de la victoria de uno sobre otro para la política exterior del país.

Como bien es sabido, durante su gobierno (1997-2005) Mohammad Jatami lideró las esperanzas reformistas de una élite ilustrada, un lobby aperturista formado por hombres de negocios y una amplia base de población joven -además de los gobiernos occidentales, claro está-. Pero, tal y como sucede cuando las expectativas son muy elevadas, los éxitos fueron escasos -o nulos-. Por otro lado, Mahmud Ahmadineyad obtuvo su victoria en las elecciones de 2005 apelando a la clase dominante más conservadora, así como a gente de clase media y baja que veían en él una salida a la situación de estancamiento económico imperante en el país. Así pues, en las elecciones que acaban de tener lugar se decidía la continuidad o no de Ahmadineyad: su derrota podría significar que su anterior legislatura fue una excepción dentro de un largo periodo de dominio reformista; su victoria, en cambio, supondría que el conservadurismo más extremo en Irán dispone de una base electoral más o menos estable capaz de hacer frente a la de los diferentes partidos reformistas existentes. El resultado final ha sido el siguiente: mientras en 2005 Ahmadineyad obtuvo la victoria frente al impopular ex Presidente Hashemi Rafsanjani con una participación electoral total del 48%, en 2009 su dudosa elección ha tenido lugar con una participación del 82% -porcentaje oficial según el Consejo de los Guardianes, sin embargo otras fuentes apuntan a más del 90%-. Manipuladas o no las elecciones, lo que cabe preguntarse aquí es si el bunker que controla los resortes del poder hoy en día será capaz de mantener su dominio, ya sea dentro o fuera de la legalidad.

Desde Irán nos llegan noticias de que la censura es cada vez mayor: los teléfonos móviles e internet no funcionan, tampoco la televisión, y la prensa internacional ha sido finalmente expulsada del país. El objetivo por parte del gobierno es muy claro: cuando los medios occidentales no tienen acceso, finalmente dejan de informar; la mejor represión es la que no se ve ni se escucha. Hasta qué punto el gobierno será capaz de reprimir a la oposición es el quid de la cuestión. Los que estamos fuera del país solo nos cabe esperar.

Y quienes más atentos deben estar a lo que está sucediendo en Irán son los gobiernos occidentales, empezando por Estados Unidos. En el país se está librando una batalla entre dos maneras de entender la política, tanto a nivel interior como exterior: nadie en Irán pone en duda la Revolución Islámica de 1979, ni el hecho de que el país deba regirse por los principios dictados por el Gran Ayatola Jomeini. Sí es discutible, por ejemplo, hasta qué punto la sharia debe regir la sociedad iraní o como deben gestionarse los vastos recursos energéticos del país. Desde el punto de vista de la política exterior, Irán se define por su oposición al dominio norteamericano en la región y por su clara intención de influir en los países que la conforman frente a la otra gran potencia, Arabia Saudí. Pero también en este sentido existen posiciones divergentes por parte de Musaví por un lado y Ahmadineyad por el otro: ¿cabe renunciar a la proliferación nuclear a cambio de un acercamiento con occidente?; ¿qué papel debe jugar Irán en el conflicto entre Israel y Palestina?; ¿debe seguir desestabilizando la región mediante su apoyo a Hezbollah en Líbano y Hamas en Gaza?; ¿o debe adoptar una posición más pragmática en la que su rol quede en segundo plano, favoreciendo la libertad de movimiento de la Autoridad Nacional Palestina?

Todas estas preguntas adquieren una importancia vital en la situación que está viviendo la región actualmente: tras varios meses de incertidumbre, los recién llegados Barack Obama y Benjamin Netanyahu empiezan a mostrar sus cartas lentamente dado el actual clima de relativa calma; en Líbano, Hezbollah ha recibido un duro golpe en las elecciones legislativas, lo que supone un contratiempo para las aspiraciones de Siria e Irán por controlar la política en el país de los cedros. Mientras tanto, Arabia Saudí sigue apadrinando la hoja de ruta que se presenta como más viable para la solución al conflicto palestino-israelí: retorno a las fronteras de 1967 a cambio de reconocimiento de Israel por parte de los países árabes. En definitiva, hoy en día la intermediación entre un Israel derechizado y una Palestina fragmentada pasa, por un lado, por unos Estados Unidos debilitados y con ganas de alejarse de su tradicional apoyo incondicional a Israel; por el otro, por una Arabia Saudí que ve en la diplomacia la alternativa al terrorismo financiado desde Irán como única vía para mantener su capacidad de influencia en la región.

Como se desarrollará el juego en el complicado tablero de Oriente Medio depende, pues, en gran medida de lo que suceda en las calles de Teherán. La victoria del fanatismo representado por Ahmadineyad supondría un freno a la corriente de optimismo presente hoy en día en la región; pero, lo que es más importante aún, si esta victoria se produjera gracias a la manipulación de los resultados electorales y el régimen actual se mostrara capaz de acallar por la fuerza cualquier voz opositora, el giro hacia posiciones extremistas tendría consecuencias impredecibles.

Palestinos, israelíes, libaneses, egipcios y occidente en general deberían prestar mucha atención a lo que está sucediendo en Irán: dejar exclusivamente en manos de los saudíes una iniciativa de paz regional significa, cuanto menos, ofrecer a tu peor enemigo la posibilidad de tutelar la política de Oriente Medio durante un decenio. Al principio de este artículo se ha planteado si Irán representa el ejemplo más claro de fanatismo islámico cada vez más presente en las sociedades musulmanas de la región: la respuesta es definitivamente no. La sociedad iraní es una de las más ricas y vibrantes del planeta y su grado de apertura es mucho mayor de lo que los medios occidentales suelen mostrar; en definitiva, la lucha que tiene lugar estos días en sus calles no es sino un ejemplo del espíritu liberal que caracteriza a gran parte de su población, la cual no está dispuesta a dejarse aplastar por una minoría gobernante retrógrada.

Manifestaciones de este tipo en Arabia Saudí son complemente impensables, dado que cualquier indicio de apertura en este país choca directamente con la mentalidad medieval del wahabismo, confesión a la que se adscribe el reino. El juego de alianzas, por tanto, debe desarrollarse con suma cautela, de manera que antes de ofrecer el timón a nuestro aliado más temido, sería conveniente conocer a nuestro principal enemigo: solo así podremos mantener el frágil equilibrio de poderes necesario para una paz duradera en la región.



Jordi Martín Navarro
Historiador y politólogo, MA in Security Studies en King's College London, (Reino Unido).

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