domingo, 15 de junio de 2008

La política del desastre

Número 9/junio-julio 2008
Roger Casas

Durante el primer fin de semana del pasado mes de Mayo, el ciclón denominado “Nargis”, originado en el golfo de Bengala, alcanzó la costa de Myanmar, provocando vientos de entre 190 y 240 km/h y lluvias que afectaron especialmente a la antigua capital y centro comercial del país, Yangon, y a la región del Delta del Irrawaddy (conocida popularmente como el “cuenco de arroz” de Myanmar), y provocando entre 135 y 150 mil víctimas mortales y desaparecidos –dejando en la zona además alrededor de dos millones y medio de damnificados.

Una semana después, la tarde del 12 de Mayo, un terremoto de intensidad 7.9 en la escala Richter sacudía la provincia de Sichuan, en la República Popular China (RPC), afectando en particular a los distritos de Wenchuan (donde el seísmo tuvo su epicentro), Beichuan y Lixian; el terremoto, junto con el de Tangshan uno de los más graves sufridos por el país en las últimas décadas, ha causado hasta el momento (según la estadística oficial a 5 de Junio) alrededor de 70 mil víctimas mortales y casi 20 mil desaparecidos; más de 15 millones de personas se han quedado sin hogar.

Inmediatamente después de producirse ambos desastres, diversas agencias y organizaciones no gubernamentales internacionales, encabezadas por las pertenecientes a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), así como varios estados, ofrecieron su ayuda a los gobiernos de Myanmar y la RPC; la reacción de éstos ante las respectivas catástrofes y ante el ofrecimiento de ayuda internacional ha sido sin embargo diametralmente opuesta: por un lado, la junta militar que gobierna Myanmar ha mantenido una actitud deliberadamente ambigua ante el ofrecimiento, aceptando en primera instancia la ayuda pero manteniendo cargamentos enteros de alimentos y medicinas destinados a aliviar la situación en el Delta retenidos primero en Bangkok y otros puntos de embarque, y en Yangon después, y prohibiendo el desembarco de la ayuda llegada por mar (el acceso a muchas zonas afectadas por la acción del Nargis por carretera es imposible) así como la entrada en el país de cooperantes o personal militar extranjero. A pesar de la gravedad de la situación para la población en el Delta, amenazada por el potencial desarrollo de enfermedades epidémicas o la simple carencia de alimentos, sólo a fines de Mayo, más de tres semanas después del desastre, ha permitido el gobierno birmano la entrada en el país de miembros de agencias pertenecientes a la ONU.

El gobierno de la RPC, por su parte, reaccionó con rapidez ante la magnitud del desastre provocado por el terremoto de Sichuan, solicitando la ayuda de expertos extranjeros (incluyendo en el llamamiento a Japón y Taiwán), o tiendas con que albergar a las personas que el seísmo ha dejado sin hogar. Varios equipos de rescate internacionales se han desplazado a la zona llevando consigo ayuda médica y técnica –formando parte de un esfuerzo multinacional que continúa todavía a día de hoy.

En lo que respecta a la actuación del gobierno chino, el mismo día en que el terremoto tuvo lugar el presidente de la RPC, Hu Jintao, presidió una reunión de emergencia deL Comité Permanente del Politburó del Partido Comunista Chino (PCC), en la cual se decidió enviar efectivos de la policía armada, ejército y personal médico estatal a la región afectada por el seísmo; mientras tanto, el primer ministro del país, Wen Jiabao, se desplazaba a la zona del siniestro para ponerse personalmente al frente de las tareas de rescate de muertos y heridos.

Los medios de comunicación internacionales han puesto de manifiesto la rapidez con que el gobierno chino solicitó la ayuda de otros países, así como la transparencia informativa mostrada por los órganos oficiales del país en relación a la catástrofe, una rapidez y transparencia que contrastan con la actitud oficial mostrada en el pasado por los desastres naturales ocurridos en el país –ejemplificada por el terremoto de Tangshan en 1976: en aquella ocasión los dirigentes chinos, enfrascados en las luchas internas de la última etapa de la Revolución Cultural, rechazaron la ayuda técnica y humanitaria ofrecida por la ONU. Debido a la censura gubernamental impuesta sobre el suceso, que impidió que se llevara a cabo una investigación del mismo, las cifras de víctimas causadas por aquel terremoto oscilan entre las 250 y 650 mil personas.

Pero la transparencia actual contrasta no sólo con la situación en 1976, sino también con el férreo control informativo impuesto por el gobierno del PCC tras los recientes disturbios étnicos acaecidos en la Región Autónoma del Tibet (RAT) y otras áreas de población tibetana en provincias limítrofes. El gobierno chino sólo permitió el acceso de periodistas extranjeros a las zonas afectadas a través de visitas organizadas que por otra parte no hicieron sino poner de manifiesto el rechazo de las comunidades religiosas locales a la política del gobierno. La zona permanece en la actualidad también cerrada al turismo extranjero –por temor a que se repita la historia de 1987-88, cuando varios turistas y residentes extranjeros en la RAT fueron testigos de las manifestaciones anti-chinas y la posterior represión por parte de las fuerzas de seguridad del estado. Además de haber contribuido a aumentar la confusión (así como la tergiversación consciente) en la prensa occidental, la censura informativa no ha hecho sino aumentar las sospechas de que tanto las noticias acerca del descontento de la población local con las autoridades chinas, así como de la brutalidad de la represión policial, son ciertas.

En cualquier caso, y más allá de la implicación personal de los dirigentes chinos en la tragedia que ha asolado Sichuan, el carácter fundamentalmente apolítico del terremoto ha proporcionado al gobierno del PCC una oportunidad inmejorable para mejorar la maltrecha imagen internacional del país de cara a la celebración de los (hasta antes del terremoto) cuestionados juegos olímpicos: a pesar de una aparente indecisión inicial (1), durante las últimas semanas los dirigentes chinos han capitalizado conscientemente los esfuerzos por rescatar a las víctimas del terremoto y aliviar la situación de los familiares, organizando el primer luto oficial a nivel nacional de tres días desde la muerte de Mao Zedong en 1976, prometiendo investigar las causas del polémico derrumbamiento masivo de escuelas (más de diez mil estudiantes entre las víctimas mortales) y hospitales a causa del seísmo (atribuible a la práctica de abaratar gastos de obra a costa de la seguridad de los edificios, generalizada entre empresas constructoras y funcionarios locales de todo el país), o permitiendo a cámaras nacionales y extranjeras el acceso a la zona del desastre con el fin de mostrar a los líderes del PCC (en particular Wen Jiabao) dirigiendo frenéticamente las tareas de rescate. Las distintas cadenas de televisión nacionales se han visto inundadas además por programas protagonizados por figuras del mundo del espectáculo y glorias del PCC, y destinados a recaudar fondos y movilizar a la población con el fin de ayudar a las víctimas del seísmo, ayudando a crear un movimiento combinado y unitario de estado y sociedad sin precedentes que ha contribuido a su vez a reforzar la unidad nacional y a aumentar el prestigio del gobierno a nivel internacional.

Mientras tanto, la “cuestión del Tibet”, todavía relativamente candente en el momento de producirse el terremoto en Sichuan, ha desaparecido casi por completo de los medios de comunicación nacionales.

Por su parte, la junta militar que gobierna en Myanmar ha intentado también apropiarse del desastre del Nargis con fines políticos, aunque las condiciones son en este caso totalmente diferentes a las de la RPC: la junta militar se debate entre el reconocimiento de la necesidad de abrir sus puertas a la ayuda internacional, y el temor a que la entrada de dicha ayuda ponga en cuestión la poca legitimidad con que cuentan los militares para continuar en el poder.

La desconfianza de la junta se ha visto reforzada además por el hecho de que los esfuerzos internacionales por socorrer a las víctimas del Nargis han sido capitaneados por los EEUU, país que mantiene un estricto embargo económico sobre el régimen; la torpe rueda de prensa ofrecida en la Casa Blanca por Laura Bush, primera dama de los EEUU, pocos días después de que el ciclón devastara la costa birmana, y en la que instaba al régimen militar a “echarse a un lado” y dejar que las organizaciones internacionales se encargaran de hacer llegar la ayuda a los afectados por el Nargis, no contribuyó a un mejor entendimiento de la junta militar con las agencias internacionales; a mediados de Mayo la prensa oficial del país todavía llamaba a la población birmana a “resistir la intervención extranjera” –aunque sin aclarar si se refería a una potencial influencia de fuerzas contrarias al régimen en el resultado del referéndum constitucional, o a la llegada de la asistencia de la ONU.

El mantenimiento por parte de los militares birmanos de las trabas a la distribución de la ayuda en las zonas afectadas ha provocado la indignación de diversos gobiernos occidentales (y en especial de Francia, que llegó a proponer que la llamada “comunidad internacional” introdujera el personal humanitario en el país “de cualquier forma”), y obligado al propio secretario general de la ONU, el surcoreano Ban Ki-moon, a realizar una visita a la nueva y remota capital de Myanmar, Naypyidaw, con el fin de intentar convencer a los generales de la necesidad de aceptar el socorro internacional. Tras la visita, el número uno de la cúpula militar del país, el general Than Shwe, afirmó que la junta garantizaría la libre circulación de miembros de las agencias de la ONU, así como de los convoyes de alimentos y medicinas, pero la continua presión ejercida por diversos gobiernos occidentales (incrementada tras la extensión por parte de los militares del arresto domiciliario a Aung Sang Suu Kyi, líder de la Liga Nacional para la Democracia el pasado 27 de Mayo) o desde la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (de la que Myanmar es miembro desde 1997), no ha logrado todavía a comienzos de Junio que la junta militar birmana haya dejado de poner trabas a la entrada y distribución de la ayuda internacional; a finales del mes de Mayo, la prensa oficial del país volvía a criticar a las agencias internacionales y llamaba a los afectados por el Nargis a demostrar la auto-suficiencia económica de Myanmar alimentándose de los peces y ranas cuyo número se ha visto incrementado por las lluvias e inundaciones provocadas por el ciclón.

En cualquier caso, es evidente que el estado birmano no dispone de la capacidad de respuesta de la RPC: a pesar de las imágenes en la televisión pública birmana que muestran a los líderes militares visitando los campos de refugiados levantados para auxiliar a las víctimas del Nargis (Than Shwe visitó a los afectados en Yangon dos semanas después del paso del ciclón por la zona), la junta carece de medios para atender las urgentes necesidades de los cientos de miles de afectados por la catástrofe: tras más de cuatro décadas de dictadura militar y enfrentamiento armado en el interior del país, las instituciones civiles de Myanmar se encuentran en un estado de inoperancia casi absoluta; la única institución de nivel nacional con la capacidad logística necesaria en este tipo de situaciones es precisamente el ejército, pero la indecisión de los generales y el enorme nivel de corrupción de los mandos inferiores hace que la posibilidad de que la población local obtenga ayuda alguna de los militares sea más bien remota (2).

Los esfuerzos por aliviar la situación en el Delta del Irrawaddy se han visto además obstaculizados por el empeño de la junta militar de seguir adelante con el referéndum constitucional previsto para el 10 de Mayo, y que en las regiones afectadas fue pospuesto al fin de semana del 24 y 25 del mismo mes: las cifras oficiales hablan de un 93% de participación en la zona (más de un 92% habría otorgado el “sí” a la nueva constitución), un dato que refleja hasta qué punto la consulta ha sido tan sólo una farsa destinada a legitimar el papel predominante de los militares en el gobierno del país.

Mientras la junta continúa la puesta en práctica de su peculiar “hoja de ruta hacia la democracia”, se calcula que a finales de Mayo, más de tres semanas después del paso del Nargis, tan sólo un millón de afectados por el ciclón habían recibido asistencia por parte de las agencias internacionales –y los problemas provocados por el retraso en la asistencia a la población local se verán además agravados por la llegada del monzón anual a la zona en Junio, lo que dificultará la distribución de suministros.

El 31 de Mayo, el secretario de defensa norteamericano, Robert Gates, criticó duramente la ineficacia del gobierno birmano, afirmando que la indecisión a la hora de recibir la ayuda habría causado varios miles de víctimas más en el Delta, mientras la ONU ha confirmado que el retraso ha provocado el empeoramiento de las condiciones de la población en la zona del Delta, y que el ejército ha obligado a decenas de miles de ocupantes de los campos de refugiados a volver a sus hogares –o a lo que queda de ellos; además se teme que, como es habitual, los militares birmanos fuercen a la población local a trabajar en la reconstrucción de las infraestructuras y viviendas destruidas por el Nargis sin obtener remuneración alguna. Suceda lo que suceda en los próximos días, la actuación de la junta militar birmana se ha revelado una vez más como nefasta para la población del país.

Roger Casas
Maestro en Desarrollo Sostenible en la Universidad de Chiang Mai (Tailandia)

NOTAS

1. Relatada por Howard French en el International Herald Tribune, “Quake opens a rift between Chinese journalists and the state”, 18 de Mayo
2. Véase por ejemplo el artículo “Cyclone Increases Army Looting on Burma Borders”, The Irrawaddy Online, 24 de Mayo

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