sábado, 14 de abril de 2007

La guerra preventiva como guerra justa: un análisis de los supuestos habilitantes

Número 2/ Abril-mayo 2007
Josep Baqués Quesada

La idea de que una guerra preventiva puede ser una guerra justa está presente, por lo menos, desde los tiempos en que el holandés Hugo Grocio (s.XVII) propone unas reglas del juego que conviertan en moralmente aceptables unas relaciones internacionales a las que, de facto, considerada terriblemente deterioradas.

En ese sentido, el carácter presuntamente legítimo de la guerra preventiva no es ningún invento descabellado de algún líder político de nuestros días en función de cierto interés coyuntural. Ni tampoco una mala excusa de los fuertes para atemorizar a los débiles. Por el contrario, adquiere sentido en el campo de los principios, hasta el extremo de poder ser vista como un derivado razonable de los principios más elementales del derecho natural aplicado a las relaciones internacionales. Y, concretamente, como una proyección del criterio de legítima defensa.

Ahora bien, no es menos cierto que cada vez que uno de los progenitores de la teoría de la guerra justa aborda esta espinosa cuestión, la norma es que lo haga acompañando la opción de la guerra preventiva de varios y exigentes requisitos cuya observación será, en realidad –y caso por caso-, la que convalide la guerra en cuestión. Esta es, por consiguiente, la cuestión que se analiza en este artículo.

Lo primero que debemos tener en cuenta es que, aunque cada autor aporta sus propios matices, los teóricos de la guerra justa coinciden en señalar que sólo puede acudirse a este expediente en caso de extrema necesidad. La guerra preventiva puede ser justa, vienen a decir, pero raramente lo será. Dicho con otras palabras: este mecanismo opera por vía de excepción y no debería constituirse en una receta normalizada para la solución de conflictos internacionales. No podemos descartarlo absolutamente, pero tampoco utilizarlo alegremente.

Además, hasta quienes avalan la existencia de una guerra-preventiva-justa señalan que en ningún caso debería ser empleada con fines de tipo utilitario, basados en la mera conveniencia de un Estado o grupo de Estados. Porque los teóricos de la guerra justa siempre aluden a una moral basada en principios (como ramificaciones del principio nuclear de legítima defensa), pero no de lo que en cada momento será “mejor para” -en el sentido de maximizar sus beneficios, incluyendo ahí el beneficio de la comodidad- ese Estado o grupo de Estados. Esto debe quedar claro en la medida que la escuela del realismo político (realpolitik) emplea ocasionalmente el mismo concepto de guerra preventiva, pero cuando así opera lo hace a partir de parámetros bien diferentes a los que aquí se explicitan.

Una vez aclarados estos extremos, ya estamos en disposición de entender con mayor precisión en qué consisten los requisitos que deben satisfacerse de acuerdo con los baremos de la guerra justa. Según comenta Grocio, la guerra preventiva sólo será una guerra justa si se demuestra que un Estado está a punto de ser atacado (inminencia) por fuerzas relevantes para causarle un grave perjuicio (contundencia) y sólo si la información de que se dispone para creer tal cosa -provenga de donde provenga- está convenientemente contrastada (evidencia). Estas tres condiciones forman parte de la definición de lo que es una guerra-preventiva-justa, de modo que cualquier laguna al respecto trae como consecuencia la injusticia de la guerra en cuestión, con las responsabilidades morales, pero también políticas y, en su caso, hasta jurídicas, que de ahí pudieran derivarse.

Es verdad, asimismo, que otros autores también pertenecientes a esta tradición de pensamiento se han mostrado algo más flexibles en cuanto respecta a la concreta consideración del requisito grociano de la inminencia. Volveré sobre ello más adelante, porque se trata de una cuestión fundamental, especialmente en nuestros días. Por el momento podemos citar, en esta corriente, las aportaciones del suizo Emerich de Vattel (s.XVIII). Pero es preciso notar que incluso en este caso se insiste en que las sospechas sobre las cuales se fundamenta la opción de la guerra preventiva no pueden ser “vagas e inciertas”.

De hecho, según señala Vattel, sólo se admitiría una guerra preventiva sobre la base de un ataque no-inminente si se refuerza la certeza acerca del mismo. Y, a fin de conseguir tal efecto, añade a esas sospechas concretas y ciertas el escrutinio de los antecedentes del Estado que se dedica a amenazar a sus vecinos. Podrá tenerse en cuenta, por lo tanto, que en anteriores ocasiones haya cumplido sus amenazas. Se trataría de un mal presagio, cuya observación -sumada al resto de evidencias- haría más razonable (léase más justificable) que el amenazado lanzara una ofensiva sin necesidad de esperar hasta el último instante.

Como es notorio, esa posición algo más flexible de Vattel presenta sus problemas, si la observamos desde la perspectiva moral. Pero su aparición es el todo pertinente, pues no deja de reflejar un debate acuciante desde entonces hasta hoy. Un debate que a duras penas planteó Grocio, pero que se intensifica con el paso del tiempo. Porque, en el fondo, demuestra que el problema siempre reside en la determinación de lo que sea ese “último instante”. No nos engañemos: la postura que el jurista suizo termina defendiendo tiene mucho que ver con un comprensible recelo hacia la excesiva prudencia de quien opta por esperar hasta el final, de modo que con ello puede llegar a dilapidar sus opciones a la legítima defensa.

Ciertamente que la única prueba irrefutable de que vamos a ser atacados sólo la podemos obtener a posteriori. Pero de lo que aquí se trata es, precisamente, de no tener que conformarnos con ese estado de cosas. Sin embargo, como de lo que se trata es de estar todo lo seguros que podamos de que vamos a ser atacados, suele decirse que cuanto más nos acerquemos a ese momento fatal, más probabilidades tendremos de no errar en la decisión de lanzar una guerra preventiva. Y, por ende, más probabilidades tendremos de ser “justos” en nuestra conducta. Porque no es lo mismo que la preparación militar de quien lanza sus amenazas sea sólo incipiente, o que ya esté lo suficientemente consolidada como para poder actuar con éxito en un plazo corto de tiempo. Quizá en cuestión de horas.

Eso es lo que Vattel temió y que hoy se ha convertido, definitivamente, en uno de los principales caballos de batalla dentro de la propia teoría de la guerra justa: ¿hasta qué punto tiene sentido esperar hasta el “último momento” una vez sabemos que nuestro antagonista cumple todos los requisitos para lanzar el ataque si sabemos, asimismo, que tiene intención de hacerlo? Grocio hubiera optado por esperar hasta que ese ataque ya se estuviera organizando. En gerundio, literalmente. Pero, en los términos antevistos, ¿no podría suceder que de tanto esperar ya no se esté a tiempo de garantizar la propia defensa o no, al menos, antes de haber sido víctimas de un primer ataque devastador? Ocurre, entonces, que esa tremenda justicia para con los demás (para con quienes, en realidad, adoptan esa postura de hostilidad/amenazas) acaba teniendo una relación de proporcionalidad inversa con la justicia que merecen los ciudadanos que cada Estado está llamado a proteger. Terrible dilema, sin duda.

De hecho, cuando en nuestros días Michael Walzer apunta su propia interpretación de lo que define, a su manera, como “guerras anticipatorias”, indica que es muy difícil, quizá imposible, que esta teoría se sustente verosímilmente sobre la visión grociana de inminencia. Eso equivaldría a poner en grave peligro las vidas de los habitantes del país amenazado. A cambio, nos ofrece el criterio de la “amenaza suficiente”. Un criterio con el que, en realidad, pretende mediar entre los dos precursores citados. Por “amenaza suficiente” entiende que la intención de dañar sea manifiesta, que el grado de preparación militar efectiva sea tal que podamos esperar un cumplimiento de dichas intenciones y que la situación sea de tal gravedad que seguir esperando incremente el riesgo de que se produzca el ataque temido. Lógicamente, ocurre que para cuando eso escribe (1977) las sucesivas revoluciones en los asuntos militares han obligado a replantear, en particular, la doctrina de Grocio.

Es en este punto del debate en que la Doctrina de Seguridad Nacional norteamericana de 2002 aporta su propia percepción de las cosas. Y, realmente, incluye ciertas reflexiones incisivas, algunas de las cuales dignas de ser discutidas por sus posibles implicaciones tanto prácticas como teóricas. Entre ellas está, precisamente, la reflexión acerca de que la celeridad con la que hoy en día puede ejecutarse un ataque militar nos obliga a redimensionar el concepto mismo de inminencia. Quizá esperar hasta el último momento, como exigía Grocio en el siglo XVII, pueda ser poco menos que un suicidio en la actual tesitura. Sencillamente, porque no estamos ante el mismo perfil de guerra. Esa intuición es correcta, sin duda. Ahora bien, en mi opinión, una cosa es re-evaluar el contenido de ese concepto en las actuales circunstancias, y otra muy diferente pretender que cualquier indicio, debidamente avalado por declaraciones retorcidas del líder político de turno, avalen algo tan dramático como es comenzar una guerra. Lo primero entra dentro de los márgenes de la tradición de la guerra justa. Lo segundo no. Notoriamente, el riesgo implícito reside en que a raíz de esta adaptación de la noción de inminencia se abra la caja de Pandora. O, también, en que alguien confunda la redefinición de la inminencia con su definitivo destierro del discurso de la guerra preventiva justa.

Recordemos que el propio Walzer, aún siendo crítico con Grocio, todavía recuerda que no es legítima una guerra preventiva amparada, simplemente, en el rearme del adversario (aunque haya plena constancia de ello), en las declaraciones de sus dirigentes o, incluso, señala, en pequeñas provocaciones del tipo de algún altercado fronterizo provocado por dicho adversario. Vattel también se suma a este alegato. En eso hay consenso, lo que sugiere que forma parte de lo que podríamos definir como el núcleo duro de la teoría de la guerra-preventiva-justa. Por lo tanto, aunque reconfiguremos la inminencia, siempre habrá que atender a la obtención de la máxima certeza en lo que concierne a los demás parámetros y muy especialmente, a las verdaderas intenciones de los antagonistas. La idea de fondo sigue siendo la misma: la guerra preventiva es la excepción, y no la regla.

Pero yo quisiera añadir otra reflexión respecto a este siempre polémico tema. Es la siguiente: debemos tener presente que una apuesta por cualquiera de los conceptos al uso en materia de guerra justa siempre es una apuesta multidireccional. Esto es así por definición. Es decir que, lejos de pensar tan sólo en una posible aplicación de estos criterios por parte de los principales Estados occidentales, también deberíamos pensar en las consecuencias de una posible utilización de esos mismos parámetros por parte de cualquier otro Estado. Y todo ello en los términos, digamos, de una “legitimidad compartida” (como no puede ser de otro modo). O, dicho con más claridad, si cabe: una vez admitida esta teoría, es válida en beneficio de quien la sostiene y en beneficio de sus adversarios.

Pues bien, esta regla de oro que parece tan elemental puede traer malas consecuencias si tratamos de aplicarla a la lógica de la guerra preventiva. Pero, sobre todo, si tratamos de hacerlo en base a un concepto demasiado laxo de preventive war (por oposición a la preemptive war que sería, en esencia, una traslación a la jerga de los tiempos actuales de la lógica de Grocio). Máxime cuando esa idea se fundamenta en meras sospechas. No en vano, esto conllevaría que, al día de hoy, varios Estados del mundo pudieran sentirse legitimados para lanzar ataques preventivos contra quienes les amenazan reiteradamente poseyendo capacidades militares suficientes para hacer valer dichas amenazas. Aunque el Estado amenazante sea una potencia mundial que lidere el debate acerca de lo “políticamente correcto”. Y aunque el Estado subrepticiamente legitimado por la lógica de la reciprocidad ínsita en esa peculiar interpretación de la teoría de la guerra justa sea catalogado por algunos como gamberro. Podrá ser gamberro, o no, en base a otros parámetros (habría que discutirlo, y sería objeto de otro debate). Pero no podría serlo por el hecho de adecuarse a las mismas reglas del juego que le marcan los Estados que hoy por hoy lideran la política internacional.

Todavía más, creo que en el mejor de los casos una dinámica de este tipo podría generar, si es que no lo está haciendo ya, una espiral de rearme en la cual ocupen un lugar destacado las armas de destrucción masiva. Lo curioso de esta situación es que esto ocurra, paradójicamente, a partir de esa legitimidad creada por la vis expansiva de la guerra preventiva. Por eso puede afirmarse que una interpretación demasiado abierta de la guerra preventiva sólo sería un acicate para adentrarnos en el peor de los escenarios posibles. Un escenario de desconfianza mutua pre-hobbesiano. Así, no sólo no generaría incentivos para la paz sino que, bien al contrario, estimularía una dinámica de anticipaciones que bien podría dar al traste con la ya por sí débil estructura de seguridad mundial.

En síntesis, vaya por delante que la posibilidad de atacar primero sin ser por ello condenado como agresor no puede ser erradicada del discurso de la guerra justa sin grave menoscabo de su coherencia interna, presidida por la satisfacción de fines morales. Ahora bien, esa práctica tampoco puede ser sostenida, ni en la teoría, ni en la práctica, sin un riguroso escrutinio de los supuestos habilitantes –de por sí muy exigentes- y de su riguroso cumplimiento caso por caso.

Josep Baqués Quesada
Profesor de Ciencia Política y de Relaciones Internacionales de la Universidad de Barcelona

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